El vértice entre el siglo XV y el XVI fue una época de cambios radicales en Europa. Los viejos reinos dieron paso a modernos estados. Con el descubrimiento de América, la política y la economía se hacían globales. La vida de los logroñeses que se asomaban a la modernidad no parecía sin embargo alterada en su quehacer diario, pero –situada su ciudad en el corazón de una España llamada a ser la potencia dominante en Europa durante dos siglos–, éstos estaban llamados a jugar un papel de suma importancia.
La vista del valle del Iregua en la primavera de 1521 era a buen seguro muy distinta a la actual. Nuestra moderna urbe, atravesada de trenes y carreteras, en continua efervescencia, da paso a una pequeña y humilde población, fraguada en torno al comercio de frontera. Era también un tiempo de crisis e inseguridad. El joven Rey Carlos había partido a Alemania a reclamar la corona imperial, y en su ausencia muchas de las grandes ciudades castellanas se habían alzado contra el gobierno de sus consejeros extranjeros. Los Comuneros enarbolaban la bandera de la reina Juana; la madre de aquel extraño monarca llegado del norte, que no hablaba el idioma de su nuevo reino y para el que –aún inexperto– las leyes se definían por la extensión de su voluntad.
Mientras la guerra sacudía a Castilla, del norte llegaban noticias nada tranquilizadoras. La vecina Navarra, que apenas nueve años atrás había sido conquistada por Fernando, el Rey Católico, hervía desde hacía tiempo en la inquietud de sus endémicas guerras civiles, apenas pacificadas. Pero ahora la situación era más grave. Los franceses habían cruzado los puertos. Pamplona había caído, y las tropas del señor de Foix avanzaban hacia el sur. Hacia Logroño.
Todo ello sería percibido de manera muy desigual por los pecheros y los ricoshombres, los clérigos o los comerciantes… Eran sólo una pieza ínfima en un tablero gigantesco, pero una que estaba a punto de convertirse en esencial. El rey Carlos, en efecto, se había convertido en Emperador, y sus dominios se extendían ahora por toda Europa, en una extensión desconocida desde los tiempos de Carlomagno. Aquel joven y ambicioso monarca, llamado a ser con los años uno de los grandes reyes de España, dominaba no sólo la herencia de los Reyes Católicos y Navarra, sino también Austria y gran parte de Italia; también Flandes… y su poder se extendía ahora por todo el espacio alemán. Allí, un tormentoso monje agustino, Martín Lutero, había comenzado a incendiar el convulso sentimiento religioso germánico. En apenas un mes, Hernán Cortés entraría triunfante en la capital del imperio Azteca, acrecentando los dominios de Castilla en aquellas tierras incógnitas más allá del mar.
Un poder como el que se concentraba en torno a Carlos de Gante era una amenaza de primer nivel para el resto de los monarcas europeos, sobre todo para Francia, rodeada en todos sus flancos por los dominios del Emperador. Francisco I necesitaba actuar rápidamente si quería evitar convertirse en vasallo. Y mientras Carlos se enfrentaba a Lutero en la Dieta de Worms, se lanzó al ataque. En Flandes, en Italia… pero sobre todo en Navarra. Los franceses sabían que la lealtad de los navarros a Castilla era aún débil, y que el territorio podía ser presa fácil. André de Foix recibió la orden de invadir el Viejo Reino, en nombre del pretendiente francés al trono, Enrique II de Albret… Y llevar la guerra al corazón de Castilla. Si Foix tenía éxito, Navarra se convertiría en francesa, y sería en adelante flanco débil para los propósitos del Emperador. El propio trono de Carlos podía peligrar si, con ayuda francesa, la Revuelta Comunera recobraba el ímpetu perdido tras su derrota en Villalar. Todo eso estaba en juego en 1521.
Fuenterrabía cayó fácilmente, como lo hizo Pamplona. Entre los que lucharon en su defensa se encontraba un joven Iñigo de Loyola que, convaleciente de sus heridas en Azpeitia, acabaría trocando las armas por una vida de santidad que le llevaría a fundar la Compañía de Jesús.
Foix cumplió con sus ordenes y avanzó hasta Logroño. Pero allí se encontró con un rompeolas infranqueable. Los logroñeses tenían bien claras sus lealtades e intuían todo lo que estaba en juego. No hubo dudas o vacilaciones como en Pamplona. Sólo la más férrea determinación. No cederían la ciudad sin lucha. Del 25 de mayo al 11 de junio tuvo lugar una resistencia –la del Pez, el Pan y el Vino– que merece sin duda el nombre de heroica. Y las ambiciones de Francisco I se estrellaron contra la determinación de un Logroño que –con aquellos hechos– amanecía a la modernidad. Los privilegios concedidos en 1523 por el agradecido Emperador, además del valor simbólico de reconocer aquella gesta, serían en gran medida el fundamento sobre el que crecería una ciudad cada vez más dinámica, próspera y cosmopolita. Un nuevo Logroño que quería volar alto.
Cada 11 de junio los logroñeses, a través del Reparto del Pez, conmemoramos aquellos hechos heroicos no tanto como victoria militar, sino como punto germinal de una identidad cívica, que unió a los habitantes de la ciudad en un proyecto común que se extiende hasta nuestros días. La Cofradía del Pez, de la que me honra ser miembro, es estandarte de la preservación y renovación constante de esa memoria en torno a la que los logroñeses nos reunimos. Y cuando de nuevo el 11 de junio se aproxima, se impone recordar todo lo que nos une y nos hace fuertes, y hacerlo sin duda junto a la Muralla del Revellín, sin faltar nunca al Reparto; donde nuestro pasado se funde con nuestro futuro.
Emilio Sáenz-Francés San Baldomero
Historiador
Cofrade de Número de la Cofradía del Pez